En estos días tenemos la suerte de poder ver en Santiago el último film de Xavier Dolan: “Es sólo el fin del mundo” (que obtuviera el Premio del Jurado y el Premio Ecuménico en el último Festival de Cannes). Xavier Dolan es sin duda uno de los más interesantes nuevos directores en la escena cinematográfica mundial, pese a su juventud (28 años, siete filmes estrenados, más de 60 premios, ocho de ellos en Cannes).
Se trata de un intenso drama psicológico en el marco del reencuentro del protagonista (Louis, magistralmente interpretado por Gaspard Ulliel) con su familia disfuncional, quien, después de doce años de ausencia, regresa para comunicarles que padece de una enfermedad terminal. Los traumas personales, las relaciones familiares complejas y ambiguas, contradictorias, la neurosis de la familia moderna y cómo afecta la psicología de sus integrantes, son, de algún modo, los temas que se apoderan de la pantalla.
Se trata de la adaptación de una obra teatral del importante autor francés Jean-Luc Lagarce fallecido en 1995 (a los 38 años de edad) a causa del Sida, autor hoy revalorizado en todo el mundo (salvo en Chile, por supuesto, donde el teatro, salvo contadas excepciones, parece más preocupado de ser “entretenido” e insustancial). Otra razón para no perderse este film: conocer algo de este ineludible dramaturgo contemporáneo.
Los críticos se han dividido frente a esta película de Dolan, presumiblemente por su carácter plenamente europeo, enraizado en la mejor tradición del cine francés, tan alejada del cine de Hollywood al que nos tienen acostumbrados muchos comentaristas.
Dolan, como de costumbre “esculpe en el tiempo” (según la definición del gran creador ruso que fue Andréi Tarkovski), trabajando sutilmente el fluir de las horas, con imágenes en las que el uso depurado de la luz y el color crea un ambiente denso, agobiante, en el que interactúan los personajes.
Dolan construye su película casi exclusivamente con primeros planos muy cerrados, siempre sobre el rostro de los personajes y sus gestos. La interacción entre ellos, más que por acciones físicas, se desarrolla en el intercambio de las miradas y en los diálogos y silencios, en lo no dicho, que es tal vez más importante que lo que se dice.
Este uso de los planos cerrados, digamos de paso, borra toda la “teatralidad” que podría haber tenido la película, dado su origen. Así, la cámara nos muestra constantemente los ojos (las puertas de entrada al alma), las miradas, lo que sólo ellas pueden comunicar: los mundos interiores de los personajes. Por ello resultan tanto o más importantes los silencios, lo que no se dice, lo que intuimos los espectadores, obligados a ir construyendo este drama de amor y odio en nuestras mentes y corazón.
Esto puede parecer contradictorio en una película en la que se grita y se discute constantemente, en la que los diálogos por momentos se convierten en no-diálogos, en agresiones que dan vida a las corrientes de emociones y violencia que definen a esta familia. Pero ahí, precisamente, está uno de los méritos de Dolan: su capacidad para mostrarnos el exterior y el interior de las relaciones neuróticas en el seno de esta familia disfuncional, no tan distinta a muchas otras familias contemporáneas (la diferencia con ellas es, tal vez, sólo una cuestión de grado o intensidad).
Una película como esta sólo puede funcionar si se logran elevados niveles de actuación, como es el caso de este reparto de grandes actores y actrices de la pantalla europea: el ya mencionado Gaspard Ulliel (como Louis), Nathalie Baye (notable como la madre), Vincent Cassel (Antoine, el hermano), Marion Cotillar (Catherine) y Léa Seydoux (Suzanne), todos impecables en la creación de sus respectivos personajes.
Mención aparte merece la música: al igual que en sus anteriores películas, Dolan muestra aquí una especial sensibilidad para utilizar la canción precisa en el momento preciso, haciendo de la música de fondo parte integral de la estructura del relato.
Un desenlace desolador con el protagonista regresando a morir en París, dejando tras de sí una familia también muerta, con la que no logró comunicarse, por sus propios traumas y los de cada uno de sus integrantes. Un duro cuestionamiento a cómo nos relacionamos entre nosotros.
Uno de los pocos ejemplos de cine europeo y de arte verdadero que nos ofrece nuestra cartelera de cine y espectáculos, preocupada de lo “monumental” y el “rating”, proponiéndonos “modelos” de dudosa moral, como la “gaviota de platino” Isabel Pantoja (en el Festival de Viña 2017) o la “fan del narcotráfico” Kate del Castillo (en la súper promovida serie “Ingobernable” de Netflix)
Le sugiero: haga un esfuerzo, vaya al centro, al cine El Biógrafo, y vea esta valiosa obra cinematográfica, conozca ese otro cine que se hace fuera de Hollywood.
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